Una vida dura 15 años

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«Todo cambia, nada es».
Ojalá asumir las máximas fuera tan sencillo como citarlas. Pero no. Se debe sacrificar un poco de cordura para aceptar con toda cabalidad que todo cambia y nada es. Desechar buena parte de las certidumbres que, a conveniencia, aceptamos por default. Es tan difícil no hacerse el de la vista gorda cuando la muerte –una vez más– toca a la puerta.

Ayer escribí, tras escuchar la noticia, que la Huesuda nos visita tanto que ya deberíamos considerarla familia. Sin embargo, me engaño. A nadie visita más o menos que a nosotros. Es una mera cuestión de percepción; una opinión fallida (si es que esto último no resulta una tautología). Poco importa si el vaso tiene capacidad para dos litros o apenas es un dedal. Cuando ambos estén vacíos estarán en igualdad de condiciones…

La muerte nos visita tanto que, en cada casa que ocupamos, deberíamos tenerle lista siempre una cama. Aunque fuera de perro (quizá porque hasta por ellos viene).

Puedo imaginarlo. Milenios después de hoy, en alguna aburrida clase de antropología, hablarán de estos hombres desconocidos de quienes ya no se sabe nada; de los que escribían con la tinta efímera de la electricidad. De esos que en casa tenían una habitación con sábanas limpias para que llegara la muerte (aunque fuera sólo por uno de sus perros).

Y pensar esto es también traicionar a Heráclito. «Todo cambia, nada es». Pensar que en mil años –pensar que mañana– se pensará tal y como pensamos hoy es contradecir al filósofo llorón, al oscuro de Éfeso. «Todo cambia, nada es»…

Y 15 años se han ido. Ahora parece que duermen en la memoria. Y de ella sólo nos queda un rincón de la cocina vacío. Una cama que ya nadie usa, unos platos que irán a la basura. Varios sobres de comida que habrá que regalar, la monotonía perdida para siempre, extrañar la molestia de levantarse a limpiar orines. Todo se ha ido. Por la puerta. Y no regresará.

Me han preguntado que cómo me siento. Sólo puedo decir «no pasa nada». Precisamente, porque no pasa nada: porque los relojes no se detienen, porque escribo esto desde el trabajo, porque sigo respirando y porque, por alguna extraña razón, tengo que seguir avanzado hasta llegar a donde la encuentre. Dondequiera que sea eso.

En su silencio, ahora, eterno, reposarán nuestras memorias juntos. Palabras dichas a sabiendas de que no las entendía, horas –días, incluso– de caricias. Recuerdos como fotografías, su ladrido dulce, nuestro primer momento juntos, lo insípido del último, nuestra despedida apresurada hace unos meses, nuestros ojos encontrándose y, por alguna extraña razón, alegrándose. Con ella se van los años más difíciles de mi vida… claro, eso si es que los siguientes no son peores.

Mi terapeuta –¡Dios, aún la recuerdo! ¿Hace cuánto tiempo la vi por última vez? ¿Tres, cuatro años? Una vida ha transcurrido… una vida, creo mejor. Mi terapeuta, ella, decía que los animales nos acompañaban durante un tiempo y, como chivos expiatorios, como mártires de imán, se llevaban no sé qué de nosotros. Algo así como todo lo malo. Igual que Jesús, se entregaban por los hombres… Y no, no quiero creerlo. Me niego a caer en la irracionalidad, por liberadora que sea.

Sólo sé que me tiembla la garganta y se me exprime el corazón en lágrimas. A pesar de que nada pase, o quizá porque nada pasará. Porque seguiremos aquí, tal y como ocurrirá cuando toda la gente que he conocido, cuando todas las personas que he amado, se vayan como ella y sólo nos queden rincones de cocina vacíos, camas desocupadas, platos que nos acompañaron toda una vida y terminarán en el bote de la basura…

(Gracias por todo, Scully. Esto no es un hasta luego, esto es un adiós. Buen viaje, aunque sólo sea una cortesía de la retórica y una forma de acallar mi conciencia. Gracias por 15 años de compañía…).