Pasar ligero, como la primavera…

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Uno sabe que a la Rubia se le han ido las manos de alcoholes porque de Morrisey, Depeche Mode o Dënver da un salto –que se antoja cuántico– a Yuri. Poco importa lo afortunado o desafortunado que esté siendo nuestro desvelo, La maldita primavera debe pasar ligera.

No puedo mentir(me). Esa canción tiene un no sé qué que me perturba; su urgencia por apoderarse de la computadora, algo que me desconcierta. Aunque me esfuerce, no puedo evitar soltar un bufido. Tampoco cruzar una mirada con ella y verla cantando con un silencio propio de los rezos –o peor, de conjuros–.

Cuesta describir ese mirar. Aunque puedo decir que tiene algo de ver llover detrás de una ventana (una desafortunada coincidencia semiótica, me temo).

La primera vez que la vi propiciar ese trance también era tarde. O muy temprano. Laura dormía en el sofá-cama después de haber vomitado toda la noche. Toby y yo rondábamos la mesa, pescando papitas con el puño, fumando como desquiciados, resignados a beber para pasar el tiempo. Él le pidió –con ese acento tan suyo, tan supongo ecuatoriano– que le pusiera La maldita primavera.

Y sonó una vez tras otra. Hasta el cansancio.

Aquella fue una de las pocas noches que pasamos juntos. Y, de alguna forma, pienso que cada que pone La maldita primavera ella viaja hasta esas callejuelas de Ecuador que tanto nos describió Toby, y lo encuentra, tan siendo el mismo lejos como cerca.

Quizás, de alguna forma, ponerla en cada desvelo sea prolongar esa noche, haciéndola sonar una y otra vez. Tal y como en nuestra mente esas pocas noches se reflejan y multiplican hasta parecer una vida.

El sábado, después de regresar de la Botica, volvió a sonar La maldita primavera. Hoy, al entrar al departamento y notar su ausencia, se me vino a la mente esa canción y ese momento que, a pesar del tiempo, se sigue repitiendo. O mejor dicho: continuando.

El futuro es brillante (y otros malos hábitos)

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I

En realidad uno nunca se deshace de los malos hábitos. Siempre están ahí, a la sombra. Yo, por ejemplo, cambié mi anular por un cigarro; negarme a lavarme los dientes por el olvido sistemático; rezar por salmos improvisados. No sé en qué hora oscura habré cambiado el Angelito de mi guardia por esa frase que, de tanto darle vueltas, he terminado por enredarle a quienes tengo cerca. El futuro es brillante, me digo. Y, de alguna forma, he logrado que la Rubia y Momo –incluso, creo, Marco– la repitan igual que yo, sin importar mucho si se trata de momentos salobres o que realmente puedan ser calificados como brillantes. Pero ahí estamos –incluso, creo, Adair también lo dice–, el futuro es brillante. Para todo, en todo momento, el futuro es brillante.

Rastrear su origen es cosa fácil. La pegajosa máxima le da título al comic autobiográfico de Elisa Ruiz. Uno de esos sitios que, apenas entré, se volvieron de visita mandatoria. A él llegué a través de Stuff No One Told Me, otro webcomic que vale la pena guardar en los favoritos del RSS. Y desde entonces, en mi cabeza ha dado vueltas esa sencilla frase que aparece por aquí y por allá, pero principalmente, en mi cabeza y la de aquellos que habitan alrededor mío. Y es que, el futuro es brillante… siempre, es brillante. O al menos eso me conforme sin repetir, como quien repite un embrujo esperando que una inflexión mínima de la voz haga la magia que, hasta ese momento, no había sido accionada. Insisto, el futuro es brillante.

II

Otro mal hábito: seguir encontrándome a las personas de otros tiempos. Ayer, mientras regresábamos de la zona de seguridad tras el sismo, vi caminar en la calle de enfrente a Tatiana. Una antigua compañera de la licenciatura. Ella trabaja en una ONG, a unas cuadras del trabajo. Todos los días, desde enero, he caminado desde su puerta hacia el rack de Ecobici. De ahí pedaleo, calle, tras calle, hasta dejar atrás la Condesa, la Roma, la Juárez e internarme en este pequeño remanso de paz que por una serendipitia encontré hace casi siete meses. Hasta ayer, no había unido las ideas. La sede de la ONG, su perfil en Facebook… ayer, al llegar a casa, le envíe un mensaje para preguntarle si trabaja ahí. Sin saber la respuesta, pasé hoy, de regreso a casa, frente a la ventana. Y ahí estaba ella. Coincidencias. Este tipo de situaciones me hace pensar que en realidad el futuro es brillante.

III

Las vacaciones de semana santa se supone estarían dedicadas a mi tesis. Bonita mala costumbre de hacer castillos de cartas que, a la mínima provocación, se caen en bandada. Una especie de «bomberazo» ha caído a la redacción de la revista. Si apenas sobreviví al «Cierre que vino del Infierno» ahora dudo lograr sacar avante su secuela. Sin embargo, qué más da. El futuro es brillante y la muerte siempre es el menor de los males. (Cuando no su remedio definitivo). ¿Lo que me preocupa de esta situación? De nuevo esa molesta sensación de que me están viendo la cara me ha cruzado la cara de un bofetón. Todo por culpa de las inquisidoras conclusiones apresuradas de la Rubia. No quiero sentirme así. No tan pronto.

Sin embargo, algo bueno ha salido de todo esto. Los dedos me están quemando de nuevo. Quiero regresar a trabajar en la novela que será mi tesis. Prueba de ello es que estoy escribiendo esto que, aunque nada tiene qué ver con ese documento hipócrita, por lo menos revela –al menos a mí– que ganas de escribir tengo. Muchas. A pesar de que ese miedo a dejar todo a la mitad haga aparición de la mano de estas inusitadas ganas de escribir mi estupideces –de nuevo, los malos hábitos que nunca se abandonan…

¿El futuro es brillante? Lo ignoro, pero lo seguiré repitiendo. Vivir engañado no ha sido un realmente un problema en estos treinta años. ¿Por qué debería serlo en el tiempo que me resta vivo?

La muerte siempre es lo de menos

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I Condesa

En algún momento pensé que el edificio nos aplastaría. Al cruzar por los elevadores, afuera de la redacción, observamos cómo las paredes se coordinaban para ascender y descender al mismo tiempo. Quería apoyarme a un muro para, poder voltear y ver quiénes se quedaban atrás. No lo logré. Mis pies seguían caminando. De reojo observé a un diseñador y a la secretaria detenerse en el marco de la puerta. Después supe que, detrás de ellos, estaba la directora de diseño gráfico, tratando de hacerlos avanzar. Me detuve al filo de las escaleras. A través de la ventana, el WTC y los demás edificios también se mecían. Me limité a repetirles las indicaciones a mis compañeros de piso: no corran, bajen en silencio, fíjense dónde pisan, guarden la calma, es sólo un temblor… Indicaciones desafortunadas, ciertamente. Debimos esperar a que el temblor pasara en nuestros lugares. Nuestro pasos sólo provocaban una vibración mayor. Sin embargo, cómo acallar el instinto de supervivencia, cuando el crujir del edificio y su estremecerse van in crescendo; cuando piensas que el temblor nunca va a terminar…

Bajando las escaleras de seguridad, un hombre trataba de escribir la contraseña para desbloquear su iPhone. Entre el pánico del que era presa, el movimiento propio de bajar las escaleras y el vaivén del edificio le resultaba imposible. Lo seguí, más por preocupación que por inercia. A final de cuentas, la secretaria y la directora seguían en el marco; la primera aferrándose, la segunda haciéndola entrar en razón. Sin embargo, seguí a ese hombre porque, tras unos intentos más por teclear su contraseña, comenzó a golpearse la cabeza con su teléfono. Pensé que enloquecería y, lo mejor para todos, sería darle un par de bofetadas. Sin embargo, cuando caí en cuenta, ya estábamos en la planta baja. Y el suelo aún se movía. Algunos empleados desesperados, violando toda lógica, se adentraron a la avenida, donde el tráfico, aunque lento, seguía su camino. Algunos estaban en el primer camellón de circuito interior; otros, ya en la franja que divide ambos sentidos ¿Cómo llegaron hasta allá sin ser atropellados? No lo sé.

El punto de reunión está a dos cuadras del edificio. Todos los pisos estábamos en el camellón de Mazatlán, formados frente a nuestro número. Los «nuevos» realmente no sabíamos qué demonios hacer o no. Las capacitaciones para el personal de nuevo ingreso aún no se han programado. Mientras esperábamos noticias, los turibuses pasaban frente a nosotros. Algunos nos filmaban, cual ganado; otros nos miraban sumergidos en silencio. Lo único que lamentaba en ese momento, era no tener un cigarro a la mano. El celular, de antemano sabía que lo había dejado en casa. Y en algún momento, durante la evacuación, pensé en regresar por mi cajetilla. Supongo que las ideas más extrañas nos cruzan por la mente en los momentos más desesperados. Y, creo, no fui el único. Tuvimos que esperar un buen tiempo a que una de las chicas de televisión se acercara a convidarnos de sus Marlboro blancos. Mientras tanto, las actualizaciones de Twitter, la espera casi morbosa por saber los daños, la intensidad, lo lugares en donde se sintió. Poco a poco empezó el termómetro, la rebatinga de anécdotas del 85, las risas nerviosas y, al final, la calma que culminó con nuestro regreso al edificio.

 

II Tigris

Desde hace unas semanas, Katya y Adair se reúnen todos los días a trabajar en la casa. La idea, tras el sismo, me calmó. Pasado el medio día, Adair se encontraba en la tiendita de Tigris con Balsas. El dependiente -un chico notable, dicen- estaba por darle el cambio cuando comenzó el temblor. Ambos salieron. Adair dice que miró hacia el cielo. El edificio Nervión se sacudía. Sus ventanas abiertas se hicieron añicos. El chico notable de la tiendita salió detrás de él, le dio su cambio y corrió hacia algún lado. Supongo que, por unos momentos, nuestra querida colonia debió parecerle al más tierno de mis amigos una ratonera infame.

 

III Amazonas

Katya había salido a pagar el gas. Eso no lo sabía hasta que llegué al departamento pasadas las 15.00. Del banco -pagar el gas es una monserga- se encaminó a las «famosas chanclas de Amazonas». Basta caminar unas cuadras desde el Banorte de Sena para estar ahí; cruzar Río Rhin, pasar cerca del Diario Oficial de la Federación e incluso cerca del Museo de Carranza. El sismo la sorprendió ahí, ordenando dos chanclas de costilla de res. Los cables comenzaron a mecerse y, como todos, pensó que se trataba de un mareo. ¿Por qué todos tenemos mareos tan frecuentes? Las chicas del puestecillo pusieron el grito en el cielo y a lágrima suelta despertaron a todos los santo que, en un descuido, habían aparato los ojos de ellas. Tras pagar sus huaraches, una vez pasado el temblor, se dio el lujo de caminar por Reforma y observar a todos los trajeados limpiarse las lágrimas después del pánico, todos con cascos y celulares temblorosos. De camino a la casa, una afable chismosa le contó cómo allá en la Juárez evacuaron a unos coreanos que a duras penas saben hablar español y que se resistían a desalojar el inmueble por estar en calzones.

 

IV Cuauhtémoc

En Twitter he leído que varios conocidos dormirán más tranquilos teniendo transportadoras para sus mascotas y los papeles a la mano. También que otros vaticinan que no podrán pegar los párpados. Unos afirman que se sienten (o sintieron) más frágiles que nunca. Otros hacen bromas que, de tantos sismos, tsunamis e inundaciones ya suenan trillados. ¿Qué haremos nosotros para conciliar el sueño? Nada diferente a otras noches. Apagaremos la computadora, luego las luces y nos iremos a dormir. Confiaremos nuestro destino al destino mismo, como siempre lo hemos hecho. A final de cuentas, lo peor que puede pasarnos sea sobrevivir y despertar a un mundo donde todo lo que amamos haya sido borrado de un plumazo. La muerte siempre es lo de menos.

Confieso que, al mirar por fracciones de segundos el ventanal del séptimo piso, antes de pensar en mi madre en Puebla, en mi padre en el sur de la ciudad o incluso en mi hermano, en los complejos de oficinas de las Chapultepec, pensé en nuestro pequeño hogar. Recorrí por segundos, y al mismo tiempo, Sena, Tigris y Danubio, como una ola de consciencia. Miré la estatua de Cuauhtémoc, el Ángel de la Independencia, los edificios de Mario Pani, la glorieta de Pánuco y Ebro, los restaurantes de de Lerma, los entresijos de Volga, el cine de Guadalquivir y todos esos lugares que en el último año me han hecho pensar que el futuro es brillante. Quizá porque a final de cuentas, esos lugares representan mi nuevo mundo, mi barrera de invulnerabilidad, las paredes donde he encontrado la tranquilada, el sosiego y ese sueño epicúreo. Poco me importa la muerte en comparación con el final de este sueño.

 

De la historia, el tiempo y otras brillantes estupideces

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I

Esfuerzos tímidos. Si Momo es incapaz de respondérselo, si Marco duda más de lo habitual para zafarse de la pregunta…; qué consuelo puede quedar a los medianos como yo. Como mis amigos, ignoro si la Historia –sí, ésa con su insoportable mayúscula, muda de indiferencia– es lineal o dibuja espirales a su paso. Menos sé si la historia –con esa minúscula perdidiza– dibuja ángulos rectos o casi roza los 360 grados.

La pregunta no es ociosa. Especialmente cuando uno, en la hora más oscura, se repite que El futuro es brillante. Si la historia –minúscula, íntima, deleznable– es lineal, la frase cobra con toda entereza su sentido. Pero si es espiral, por favor, no me hagan madrugar el día de mañana. Estaré demasiado ocupado temblando debajo de mi cobija, procurando no orinarme encima.

El futuro es y será brillante siempre y cuando no deba volver a pasar por el pasado. Noches en vela, mirando el vacío, buscando dios sabe qué en las horas. Mirar por la ventana y ver que todo es una compleja escenografía, literalmente. Volver a ser «puesto a dormir» por días. Pastillas: largas hileras de pastillas con efectos adversos, tan malas –quizá peores– que el malestar en sí. Horas caminando hacia cualquier parte, repitiéndome a mí mismo que todos los lugares son el mismo lugar.

No volver ahí es lo que me hace pensar que el futuro será brillante. Si la historia es espiral… dios.

 

II

Hay días en que la vida parece amable. Unos cuantos, contados con la mano. Quizá menos que días; horas, minutos. O menos: recuerdos. Sería muy chabacano decir que esos instantes hacen que valga la pena la vida. No,  a lo sumo la hacen soportable. (Aunque también, dicen por ahí, que no hay nada peor que una temporada de días felices…). Ayudan, pues, a ponerle un inicio y un final a las elipsis que hacemos cuando nos contamos la vida.

De los primeros tiempos, viviendo con Hilda y Adrián (tiempos, ciertamente, felices), hay un salto a la reunión navideña con los Fritos. De ahí, al Año Nuevo con Roberto. Y así… días y noches de ánimos estivales que se concatenan hasta las últimas noches con K., Momo, Rroto, Marco y Erik…

Juntando elipsis borro los tormentos del pasado, esperando que no se repitan.

Ojalá… qué palabra más bonita.

 

III

En unos días cumpliré 29 años. No sé si debería alegrarme. O entristecerme.

He perdido la costumbre de celebrar.

No veo por qué recuperar tradiciones.

Ni siquiera me gusta recibir regalos.

Los cumpleaños siempre son devorados por las elipsis.

Porque a final de cuentas, todo se convierte en un solo recuerdo. A dios gracias por la labor de edición.

 

Una vida sobre ruedas

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I

Al cruzar la calle, un hombre trajeado pasó pedaleando frente a mí. Nuestras miradas se tocaron. Su rostro enjuto, de mirada sorprendida, sugería un nerviosismo apenas pálido. Pedaleaba por Villalongin hacia el Circuito Interior. Con una delicadeza un tanto torpe, como tropezando, como andando de puntitas.

Nos volvimos a encontrar en la parada del camión, ya estando del otro lado del circuito, en la acera que pertenece ya a la Verónica Anzures. Me miró como supongo se miran a los recuerdos. Pedaleaba con la torpeza de Villalongin, pero ahora a un ritmo de ahogado. Le sonreí. Se requiere valor para andar en bicicleta por Circuito interior.

II

Ya sobre el camión, mirando a ratos la Cuauhtémoc, a otros la Anzures y luego Polanco, la postal comenzó a repetirse. De los edificios comenzaron a emerger ciclistas trajeados. Algunos, incluso, con casco. Todos dándole lo últimos toques a su atuendo (o cerrando la puerta, o cargando al bici escalones abajo). Listos para emprender el camino al trabajo.

Ya cerca del trabajo, en la San Miguel Chapultepec, una mujer de pelo cano sacó su bicicleta. En el manubrio llevaba una pequeña hasta con una bandera nacional anudada. Pensé en lo terrible que sería tener un accidente con semejante proyectil tan cerca de la cara; pero también en lo agradable que había sido verla sacar su bicicleta para ir a no sé dónde.

III

Mi falta de ingenio me imposibilita ara compartir lo que cada una de estas imágenes me provocaba. Una lástima, porque quizá les habría gustado sentirlo. Supongo que, aunque me crié en el DF, mis primeras aproximaciones reales al mundo sucedieron en Puebla, cuando ya estaba algo más que grandecito.

La vida allá –lo que puedes esperar de ella– es muy distinto a este mundo que se me antoja creado por una contusión cerebral. A más de un año –a casi dos– de haber regresado, no logro desprenderme la sensación de que aquí las posibilidades son infinitas.

Es como haber pasado de un tablero de bingo a una ruleta. Es aquí el único lugar donde puedo decir realmente que «el futuro es brillante». Y me alegra saber que no soy el único que piensa lo mismo.

IV

A final de cuentas lo que aquí escribo son parvuladas. Afuera de mi departamento los automóviles rugen, la vida bulle, los grandes problemas del hombre se siguen paseando por las calles. Aquí no hay nada que siquiera pueda confundirse con sabiduría.

Una lástima, tener carta abierta para decir nada.

Escribir sólo para confirmar que la existencia es, tristemente, solipsista.

Que ver a mis vecinos –a los colonos– ir todos los días al trabajo en bicicleta me produce una extraña sensación de esperanza. ¿Esperanza de qué? Qué sé yo, aquí no hay sabiduría, sólo parvuladas.