De la conquista del fuego

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Durante el vuelo de Guadalajara al DF encontré un par de citas sumamente elocuentes en El malestar en la cultura. Por desgracia no llevaba lápiz a la mano para subrayar; y, ahora que lo pienso, me vi bastante bruto -y huevón- al no transcribirlas en mi libreta de apuntes.

Pero no todo está perdido. Encontré una nota de pie genial en la que Freud da cuenta de cómo -a decir del psicoanálisis- el hombre logró dominar el fuego. Les dejo con dicha nota:

«El hombre primitivo habría tomado la costumbre de satisfacer en el fuego un placer infantil, extinguiéndolo con el chorro de orina cada vez que lo encontraba en su camino. De acuerdo con las leyendas que conocemos, no caba poner en duda la primitiva concepción fálica de la llama serpentina y enhiesta. La extinción del fuego por micción -procedimiento al que aún recurren esos tardíos hijos de los gigantes que son Gulliver en Liliput y Gargantúa, de Rabelais-, era, pues, algo así como un acto sexual realizado con un hombre, un goce de la potencia masculina en contienda homosexual. El primer hombre que renunció a este placer, respetando el fuego, pudo llevárselo consigo y someterlo a su servicio. Al amortiguar el fuego de su propia excitación sexual, logró dominar la fuerza elemental de la llama. Esta grandiosa conquista cultural representaría, pues, la recompensa por una renuncia instintiva. Además, se habría encomendado a la mujer el cuidado del fuego aprisionado en el hogar, pues su constitución anatómica le impide ceder a la tentación de extinguirlo».

Como colofón sólo me queda recordar que Anafilia, tan irreverente como sólo ella puede llegar a serlo, refutó la tesis de que la mujer era incapaz de extinguir el fuego a través de la micción; a decir de ella, una puede orinarlo «de ladito» y así apagarlo. ¿Será? Ojalá alguna voluntaria nos confíe su experiencia personal apagando fogatas…

*Este post se publica simultáneamente en Neurosis para principiantes.

De los comentarios inofensivos

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Comentarios en apariencia inofensivos o, incluso, halagadores, terminan por volverse sumamente ofensivos debido a las circunstancias en las que son enunciados. Muchas veces nuestra estupidez no conoce límites y, no conformes con haber herido a la otra persona, terminamos dándole el tiro de gracia con alguno de estos comentarios que, aunque de buena intención, terminan por ser una verdadera mentada de madre.

Tal vez debamos considerar la buena voluntad del interlocutor como un atenuante cuando somos víctimas del hecho. Aplicar la consabida fórmula de «lo que quiso decir en realidad fue…» y, aunque sea, tímidamente sonreír y asentir con la cabeza. Tal vez, después de todo, dicho hablante no se equivoque y aquello que en un principio fue un gancho al estómago termine por ser un bonito consuelo para tratar de conciliar el sueño en noches de insomnio.

No se culpe a nadie por las circunstancias; éstas se dan y de una u otra forma terminan por enrarecer la conversación. Lo que importa -recalco- son las buenas intenciones.

«El dia que usted ande con alguien, ese alguien será muy afortunado»

Claro, algún día podré dormir más tranquilo. Ya llegará el tiempo en que las buenas intenciones serán moneda de cambio; y yo, seré rico.

De por qué no iré a la reunión familiar

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Después de ocho años en la ignominia, he sido invitado a la cordial y hogareña reunión familiar «multimotivos» por parte de los consanguineos de mi padre. Sin embargo, ante tan cándida oferta, tendré que declinar mi precesancia en dicho convite. Los motivos van más allá de mi marcada antipatía e indiferencia por aquella ala familiar. Obedecen a razones concernientes al buen decoro y la urbanidad que, en caso de asistir, se verían rotos. Y es que, ¿cómo responder a sus afables preguntas respecto a mi vida?: ¿Con la verdad o una dulce e inocente mentira? El debate me desgarraría y terminaría diciendo una sarta de sandeces que me ubicarían -aún más- como el loco de la familia. A continuación una lista de ejemplos:

Pregunta 1: ¿Cuéntame, mijo, cómo has estado de salud?

A) Pues fíjate tía que no muy bien. El doctor dice que mi padecimiento es crónico y que, debido a que es atípico, irá empeorando conforme pasan los años. Aunque sigo tomando religiosamente mis medicamentos, he tenido varias recaidas en las que me han tenido que sedar para que no sufra inecesariamente. En un par de veces he tenido que faltar al trabajo porque no me puedo levantar de la cama y -aquí entre nos- me han tenido que bañar porque me he cagado y orinado en mis aposentos por no poder levantarme. Pero, al parecer, pronto entraré a la lista de un tratamiento experimental que conlleva electroshocks cada quince días. ¡Me entusiasma ello!

B) Bien tía, gracias.

Pregunta 2: ¿Y ya tienes novia?

A) Por el momento no, pero me he acostado con la mayoría de mis amigos y amigas ¿Eso cuenta?

B) No tía, ando solterito.

Pregunta 3: Cuéntame, hijo, ¿Qué ha sido de ti en estos años que no te he visto?

A) ¡Uy tío, muchas cosas! Primero me definí como homosexual y salí del closet, pero al poco tiempo me enamoré de una mujer y comencé a andar con ella. Durante ese tiempo tuvimos mucho sexo grupal con nuestros amigos y amigas, y fuimos bastante felices consumiendo todo tipo de estupefacientes. Como éramos pareja abierta, comencé a andar con un hombre que terminó por decirme que sólo me quería como amigo. Entonces estuve un buen tiempo en las puertas del psiquiatrico hasta que entré en razón. También me diagnosticaron una enfermedad crónica y atípica que me ha costado una fortuna y de la que no saldré porque el diagnóstico fue muy tardío. ¡Imagínate, debí comenzar el tratamiento a los diez años! También fui a la universidad y todos mis compañeros me odiaron porque me iba bien sin estudiar, aparte de que me fajé con varios maestros y siempre entraba drogadísimo a clases. Y ahorita estudio la maestría donde todos me condenan por ser demasiado pop y no hacerle caso al canon.

B) Pues no mucho tío, lo normal.

Pregunta 4: ¿Y por qué no me hablaste en todo este tiempo?

A) Bueno, tía, para empezar, fueron ustedes los que se reunieron y decidieron dejarnos de hablar para que mis nuevos «hermanos» no se pelearan con nosotros. Y, también, porque creo sinceramente que muy poco podrían haber hecho por mi y mis problemas.

B) Pues ya ves, he andado ocupado.

Pregunta 5: ¿Y no nos extrañas?

A) No.

B) No.

Pensar qué respuesta dar e intentar neuróticamente de demostrarles que no por el hecho de ser ser hijo de una pareja divoriciados mi vida ha sido un fracaso me parece en exceso aburrido. Por ello, inventaré un bonito pretexto y me quedaré en mi casita leyendo.

De la necrofilia

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A decir de Erich Fromm, el ser humano presenta mayoritariamente una de las dos «orientaciones básicas hacia la vida». A la primera la bautizó como síndrome de crecimiento, caracterizada principalmente por la biofilia o amor a la vida. La segunda orientación , el síndrome de deterioro, lo caracterizó por la necrofilia o amor a la muerte. La necrofilia incluye el goce erótico con cadáveres, pero no se limita únicamente a ello; comprende toda una cosmovisión donde la muerte y lo inerte (las máquinas, principalmente) juegan un papel primordial.

El geek (tomando su ascepción inicial; ésta) podría considerarse como un necrófilo. Su atracción hacia la tecnología merecería la condena de Fromm, pues, en vez de interesarse por la vida, se enfoca en la emulación de ésta. En lo personal, considero este punto sumamente debatible; encuentro argumentos válidos para ambos lados de la moneda, pero, al no ser ni geek, ni psicoanalista frommiano, me encuentro inhábil para dar una opinión consistente. Valoraría en sumo si, alguno de los dos casos, se diera la molestia de comentar en este post.e

Recordé la necrofilia por un par de asociaciasiones de palabras. Me encontraba en la Ibero, desayunando mientras leía El malestar en la cultura, cuando una chica -en la mesa de al lado- dijo: «hay que envolver el cuerpo». Ignoró de qué hablaban o a qué cuerpo se referían, pues estaba absorto en mi lectura; pero aquellas palabras taladraron mi cabeza. Las asocié inmediatamente con la muerte de un tío querido y, de nuevo, vi su cuerpo desnudo en el ataúd, cubierto apenas por una sábana blanca. Mi estómago se revolvió, y hasta ahora no se me ha quitado la sensación de náusea.

La segunda asociación vino al percatarme de mi reacción fisiológica ante el recuerdo. Entonces recordé, casi por arte de magia, el texto de Sonia Gojman que resume ambos síndromes frommianos y que suelo dar a leer a mis alumnos de Psicología social y comunitaria. Y ahora, a forma de sublimación o exorcismo, trato de escribir acerca de ello, para ver si así el estómago me deja de dar lata. Creo que dicha reacción es tan sólo la confirmación del inmenso terror que sentimos los seres humanos ante la muerte; aunque reneguemos de él.

A ciencia cierta no sé si soy biófilo o necrófilo. ¿Usted lo sabe?