Una brújula

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I

De alguna forma –de una o de otra– todos estamos jodidos.
Pocas veces nos damos cuenta de ello.
Y son todavía menos las ocasiones en que podemos sobrellevarlo: vernos en el espejo, rotos, lastimados, con heridas que no sabemos quién o cómo se hicieron; mucho menos cuándo dejarán de supurar; incluso si algún día dejarán de abrirse, si podrán cerrarse como un capullo (porque qué otra cosa puede ser una cicatriz).
En esta vida me han sobrado los días en que amanezco en un grito.
En que me levanto a pedazos, arrastrándome hacia mí.
Días que después olvido (con alcohol, con pastillas, con libros, con la verga enhiesta en mi mano).
Todos –insisto– estamos jodidos. De una u otra forma.
Como Ginsberg, he visto a las mejores mentes de mi vida –mi generación, incluida– destruidas por la locura.
Las he visto levantarse en pedazos –amanecer en un grito– arrastrándose hacia sí.
He aullado y han aullado conmigo; en mis y en sus brazos, como una madre abrazando a su hijo después de ser crucificado.
Hemos llorado dolores antiguos, enterrados tan profundo en nosotros que parecían ya estar ahí aún antes de que naciéramos.
Y como yo, después los han olvidado (con alcohol, un porro encendido o un viaje; uniendo palabras, leyendo un libro, acariciando sus miembros furiosos contra un desconocido, dejándolos entrar con violencia a su cuerpo).
Nos hemos partido la madre viviendo.

 

II

Me tomó apenas unos años de la carrera saber que todos, de una u otra forma, estamos jodidos.
Así como en el dintel del oráculo de Delfos se leía «conócete a ti mismo», en las aulas de psicología debería ester escrito con letras de oro: «todos, de alguna forma –de una o de otra–, estamos jodidos».
No por tratarse de una verdad absoluta (yo bien puedo estar equivocado), sino por ser el principio de algo.
Así como el  gnóthi seautón no es de ninguna forma una respuesta, ésta frase también se limita a indicar un camino. No a la salud. Tampoco a la felicidad. A la humanidad, a secas.
¿Acaso hay algo más humano que un despertar en un grito?
También, ¿hay algo más aborrecible?
La humanidad –la vida misma– parece resumirse en un saber lidiar con todas esas heridas supurantes.
Las nuestras y las de quienes nos rodean.
¿Por qué?
Porque no todos los días amanecemos así, en un grito.
Porque en el dolor también podemos encontrarnos.
Porque aquí hay muchas otras cosas. Muchas y otras. Más de las que podría describir con palabras (que, sabemos, no son pocas).

 

III

Por muchos años, vuelto en un grito, supliqué un brújula.
La petición iba más allá del objeto.
Necesitaba un norte; un camino que, sin importar sus condiciones, pudiera seguir con la convicción de que hacía lo correcto.
Hoy, cambiando las cosas de lugar, encontré una.
(Fue un regalo. Uno de los regalos que más he atesorado en toda mi vida).
Una brújula pequeña que en este momento llevo abrochada al cinto.
Una que pongo sobre la mesa para saber dónde está el noreste.
Una brújula que no me dice cuál es el camino que, sin importar su estado, puedo seguir con la convicción de que hago lo correcto.
(Porque, a final de cuentas, es tan sólo un objeto que busca el norte físico de nuestro planeta).
Sin embargo, tiene un cordón rojo invisible.
Uno que además de llevarme a momentos felices, me conduce a algo que, de tan escuchado, parece que estuvo ahí siempre.
La brújula siempre ha estado en mí.
He atribuido tanto mi fuerza como mi desazón a los demás.
Pero ambas siempre han abrevado de mí.
No porque el mundo no lastime; no porque los demás no hagan daño.
Sino porque a pesar del dolor –del aullido– en mí puedo encontrar la calma de un jardín.
En estas últimas semanas he aprendido que yo me basto.
No como un conocimiento alcanzado y dominado.
Sino como un camino.
Tampoco como una invitación a ser hermitaño.
Sino como una mano que sostiene sin apretar ni soltar demasiado.
En estos días, en estos avatares y trajines, he reconocido que amo.
Que mientras no se rinda, yo no cejo en tender mi mano.
No importa el tiempo.
Todos, a final de cuentas, estamos de alguna manera jodidos.
Yo estoy jodido.
Es mi condición de humano.
Y es en sobrellevarme (y sobrellevar al mundo y todo lo que contiene) que encuentro mi camino.

Llenar un agujero con el agua del mar

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I

El dicho «a río revuelto, ganancia de pescadores» no parece tener validez para los asuntos de la mente. Cuentan que un día, ya cerca del atardecer, el de Hipona salió a caminar a la playa con la cabeza hecha un nudo; llevaba a cuestas una temporada amarga tratando de dilucidar el misterio de la Trinidad valiéndose únicamente de la razón.

Mientras paseaba cerca de la orilla, divisó un niño cavando un agujero con una pala y tratando de llenarlo con agua de mar. Al tenerlo cerca, el africano le cuestionó con dulzura su afán por acarrear el océano a tan pequeña morada. «Es imposible», le dijo, buscando aleccionarlo, «¿cómo vas a poder, si el mar es grandísimo y ese hoyo y la pala muy pequeños?». El niño ni siquiera le dedicó una mirada. «Sí podré», le dijo. “Antes llenaré el hoyo con todo el agua del mar que tú comprendas la Trinidad con el entendimiento”.

Dicho esto, el pequeño desapareció. San Agustín –dicen– achacó el suceso a los hilos de la Providencia que siempre proveen agua al sediento y remanso al que vive una tormenta al interior de su cráneo.

II

Apenas el lunes pasado platicaba de esto con Marco (aunque el tema ha sido una plática recurrente en los últimos meses). Sentados en una de las mesas de Mr. Kellys, durante nuestras horas de comida, intercambiábamos impresiones de lo que podría ser entendido por «misticismo».

La finalidad del ping pong de palabras frente a dos hamburguesas respondía a fines más humildes que los de Agustín de Hipona: no buscábamos acceder a la divinidad (mucho menos ganarla la vida eterna a todos los humanos), apenas deseábamos escapar del mundo; ése que si no se acababa el viernes pasado, amenazaba con acabarnos a nosotros.

Dijimos mucho a pesar de saber tan poco. Especialmente yo, que tengo esa mala costumbre de equilibrar con imaginación y memoria lo que me hace falta de inteligencia. Sin embargo, para mí, la piedra angular estaba precisamente en aquello que señalaba el niño (Dios) al santo frente al mar del continente negro. Lo místico radica en el abandono de la necesidad por explicar algo.

A partir de ahí nuestros caminos se bifurcan. Para Marco, este abandono conduce a la vigalantia, un estado de vigilia permanente (con ecos del estoicismo romano) donde uno busca recordar todo el tiempo que «esto es agua«. Para mí, este abandono conduce a la duda; ya no como un principio para la escalada hacia la verdad, sino como una pausa al pensamiento. Me recuerda al atentio agustiniano, el tiempo presente del alma.

III

Miro hacia atrás, miro hacia adelante. Incluso, me detengo a mirar el ahora: el cursor que parpadea en la pantalla en blanco, la música de Aubry que sale de las pequeñas bocinas de la computadora de mi madre (incluso el tirón del nervio de la pierna izquierda, mi cabello todavía húmedo tras el baño, la voluta de humo que escapa del cenicero). Miro hacia todos los tiempos y nada sé.

O quizá me engaño. Sí sé. A pesar de la poca incidencia que tenemos en nuestras vidas, de las pocas cosas que realmente podemos decidir, encuentro otras, mías, donde recae todo el peso de mi voluntad (y por ende, toda mi responsabilidad). Son cosas pequeñas, pero al ser las únicas, se vuelven para mí las más importantes.

Alrededor miles de ideas vuelan tratando de aguijonearlas con dudas y razones. Sin embargo, esas pocas, se mantienen firmes (o quiero al menos –eso decido– que se mantengan firmes). Una de ellas es ese «no sé» que es como un cerrar los ojos y escuchar la música. Es un simple «no sé» que me libera de mirar hacia adelante o hacia atrás. A final de cuentas, yo para que quería llenar un agujero con toda el agua del mar.

 

Escribirle finales al mundo

Minientrada

El fin del mundo no llegó. Ni el tránsito por el cinturón fotáltico, ni la quinta dimensión, ni los tres días de oscuridad. Nada. Otro fin del mundo ha terminado sin siquiera .

I

En mi sueño, caminaba con Adriana sobre Madero, en el Centro Histórico. En mi sueño –y también en aquellos días– Madero no era una calle peatonal; la banqueta estrecha, los mares de gente, los automóviles pitando, nosotros esforzándonos por conversar.

Al llegar al KFC, cerca del Museo del Estanquillo, el clamor de trompetas nos hizo mirar al cielo. Ángeles enormes –similares a los de la etiqueta navideña de tequila Centenario– tocaban los instrumentos semiocultos por las nubes.

Sin miedo, intranquilidad o cualquier emoción, todos dejamos lo que estábamos haciendo: caminar, comer, conducir, gritar. Comenzamos a aplaudir. Los aplausos sofocaban el sonido de las trompetas. Todo el mundo –literalmente– aplaudía.

Puertas emergieron del suelo y paredes. Todos comenzamos a formarnos frente a ellas de manera ordenada, atravesándolas por turnos. Nadie comentaba, nadie se tomaba de la mano. No había emoción alguna.

Todos atravesábamos las puertas. El mundo se había terminado, y con él, el tiempo. Nada humano puede existir sin tiempo.

II

Durante mis últimos años como profesor, solía despertar a mitad de la noche, sobresaltado. Me recuerdo despertando de golpe, empapado en sudor y mirando hacia la ventana, siempre teñida de luz roja.

A pesar de que la cortina blanca era gruesa y no permitía el paso de la luz, al despertar siempre la veía roja, como si una explosión o un incendio aguardara del otro lado. Recordaba –con la mecanicidad que se da el primer paso– que una débil visual, a miles de kilómetros de Hiroshima, vio el resplandor cuando soltaron la bomba.

Siempre es la misma imagen. El mismo recuerdo. Y luego volvía a la cama, como si nada hubiera pasado. ¿Cuántas veces se terminó el mundo durante ese año?

III

En mi sueño era niño otra vez. Era de noche y miraba por el ventanal de mi cuarto en la casa de la Narvarte. Miraba el cielo y, por una extraña coincidencia de planetas y alineaciones las estrellas se veían más cerca que nunca.

También los planetas. Todo el cosmos se miraba desde mi ventana como si tuvieran el tamaño de pelotas; como si estuviera en realidad viendo una exposición del Museo de Historia Natural. O aún mejor, como si ese diorama cobrara vida.

Recuerdo haber llamado a mi hermano en el sueño y ambos ir por una escalara para intentar tocar los planetas.

Al despertar y ver la litografía de Noche Estrelladas sobre mi cabecera, me entristecí. A pesar de lo alegre que había sido el sueño, había un subtexto que pensé había quedado atrás desde hace muchos años… recordé que Van Gogh pintó ese cuadro tras un sueño donde él volaba hacia las estrellas. Un sueño que suele interpretarse en la vida del pintor como un deseo suicida.

Esa mañana, al despertar, también se me terminó el mundo.

IV

Antes de tomar la decisión de regresar al DF, sentado en los Fuertes de Loreto y Guadalupe, escribí en mi libreta: «que el mundo se acabe antes de que el mundo acabe conmigo».

Pero el mundo no se acabó ayer. Tampoco ha acabado conmigo. ¿Cuántos fines del mundo tendrán que terminar antes de que empiece «el bueno»?

Extrañar es un oficio solitario

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I

Extrañar es un oficio solitario.
Por eso, a solas, me recuesto en la cama y me quito la camiseta.
Paso mis yemas por la frente.
Una y otra vez.
Las que sean necesarias para desenterrar un recuerdo feliz.
(La expresión de tu rostro en la terminal de autobuses, tu cuerpo semi-desnudo tambaleándose de borracho, los espárragos que cocinaste a la mantequilla, el sabor de las cerezas).
Con lentitud levanto mi mano y la llevo hacia mi pecho, teniendo cuidado de que esos recuerdos (tus ojos, la lluvia, la forma en cómo te bañas) no se desprendan de mis yemas.
Me toma a veces varios intentos lograrlo.
Los recuerdos, de tan felices, son escurridizos.
(El truco es desenterrarlos y procurar que también se le peguen algunos malententidos, palabras que no quisimos decir y desencuentros; porque sólo después de esos momentos nos damos cuenta de cuánto nos amamos y cuánto queremos arreglar las cosas).
Con nuestros recuerdos en mi pecho, comienzo a acariciarme.
Paso las yemas por mi piel, despertándola del letargo, humedeciéndola con la memoria (de tus ronquidos, de una semilla de eucalipto, de tu mano tomando la mía en la feria del libro).
A veces bajo mi mano hacia mi estómago, siguiendo los rastros que en mi piel dejaste.
Y a veces voy más allá, más abajo, buscando un cordón rojo que a veces se enreda en mi sexo enhiesto.
Continúo con los brazos y las piernas si es necesario.
E incluso regreso las yemas a la frente para tomar más memorias (nuestra Venecia en Plaza Washington, tu voz en el teléfono, tu cuerpo tendido sobre el mío).
El miedo a perderte, mis demandas, nuestras respectivas inseguridades y el hastío del día a día a veces entierran ese cordón rojo debajo de costras.
Entonces varío las proporciones.
Deslizo mis yemas y atraigo más de esas memorias amargas para recordar que aún quedan ganas de encontrar la manera de estar juntos.
Y vuelvo a acariciarme por los caminos que tus manos me enseñaron.
(Tú lo dijiste: no es necesario tomarme por asalto).
Y lo encuentro, siempre, debajo de esas costras.
Y lo acaricio.
Y lo tenso para que se levante de mi piel.
Para sentirte más cerca al saber que del otro lado (al otro lado del mundo) estás tú.
¿Has sentido mis tirones?
¿Sientes cómo te llamo?
¿Mis recuerdos, dulces y amargos, se deslizan hasta Europa?
Extrañar es un oficio solitario.
Porque requiere práctica y dedicación.
Práctica para encontrarlo a pesar de mis miedos, inseguridades y demandas urgentes.
Dedicación para hacerlo con paciencia de relojero y curiosidad de enfermera buscando una vena para extraer sangre.
Y mucho cuidado, también.
Para no enredarme el cordón en el cuello y asfixiarme de tristeza.
Para no enredarlo en mis brazos y quedarme sin hacer nada.
Para no drenarme de recuerdos felices y amargos.
(Que ambos los necesito, que ambos son igual de valiosos).
Paciencia, dedicación y cuidado.
Por eso, para mí, extrañar es un oficio solitario.

II

Hoy mi cartera cayó en uno de los excusados del trabajo.
Al levantarme del asiento y subirme el pantalón, resbaló del bolsillo.
Reaccioné rápido.
Pero no pude evitar perder un objeto tuyo.
Guardaba en la cartera un papel que te aventó la máquina en el aeropuerto.
Decía que debías registrarte antes de media hora de que partiera el vuelo.
Ese día estabas demasiado preocupado.
Yo, demasiado apenado.
Lo guardé por mero reflejo.
Y hasta hoy lo encontré.
Sin darme cuenta y de muchas formas siempre estás conmigo.
Extrañar, a veces, no es un oficio solitario.

III

Hoy entrecerré la ventana y la chamarra ya no fue una cortesía.
Hoy está haciendo frío.
¿Habré herido el orgullo del invierno?
En unas horas será el solsticio de invierno.
El sol alcanzará la máxima declinación norte (+23º 27’) o sur (-23º 27’).
Será a las 5 de la mañana con 11 minutos.
Pero en Inglaterra –allá, en Londres– será a las 11:11.
Será una bonita coincidencia.
Extrañar es un oficio solitario.
Un trabajo que te lleva a otros lugares.
Que te hace participe de otros eventos.
Un cordón rojo que se tensa para mandar palabras de aliento.

Dejar la ventana abierta (para sentir el frío)

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I

Este año el invierno ha necesitado que le eche una mano.
Le he dejado abierta la ventana para que entre.
Para que haga frío.
Y procuro ponerle atención, porque si me distraigo, olvido ponerme el suéter.
(A veces, hasta con el clima, hay que guardar las formas).
También he estado despertando de madrugada.
Salido a comprar cigarros a horas imprudentes.
Y caminar muy lento.
Todo para sentir un poco frío.
(Todo para sentir que es diciembre).
Hoy he dado los primeros abrazos de temporada.
Esos que ya están inventados y que sólo se ponen, como un guante.
O un abrigo (para hacer sentir importante a este lánguido invierno).
Hoy he dado unos abrazos.
Dicho esas fórmulas.
Y sonreído, que es como arreglarle la bastilla a unos pantalones.

II

Mis calles y avenidas están llenos de recuerdos.
También, –a veces– de vaticinios.
Esos ríos, nombres de ciudades y estados están escritos en mi lenguaje secreto.
Caminarlos es leerlos.
Y como esos libros que tenía de niño, se levantan de las páginas inertes.
Hoy, por ejemplo, al pasar frente a la hamburguesería de Yucatán y Veracruz encontré recuerdos de comidas con Diosdado. Recordé cómo son los veranos en la Condesa y cuántas veces he pasado por ahí en bicicleta.
Frente al Palacio de Hierro de Durango recordé cuando con Erik fui a comprar zapatos para mi madre. Zapatos cómodos que, al ponérselos, la hicieran desear ir a cualquier parte; zapatos que cuando tuve entre mis manos me hicieron verla en la Plaza de San Marcos, en Venecia.
Recordé a mucha gente que amo. Como a Edoardo. A él siempre lo recuerdo en Cozumel. Igual que a Orlando cuando subiendo por Sevilla cruzo Tokio, o a Adriana cuando paso a espaldas de Torre Mayor.
Mi ciudad está escrita en un lenguaje secreto que vuelve leer mi caminar.

III

De unos meses a la fecha me doy cuenta de que son realmente pocas las cosas que puedo controlar.
Me siento incapaz de incidir en mi vida.
Tanto que no depende de mí…
Mis esfuerzos por cualquier cosa me parecen surtir el mismo efecto que el cuerpo de una hormiga sobre mi camino cuando sin siquiera darme cuenta la piso.
Son bien pocas cosas las que mí dependen.
Escribir buenos artículos.
Querer a mis amigos.
Amar a quien amo.
Cuidar de mis achaques.
Y aún así, hay cosas en ello que no depende de mí.
Si editan mi artículo o si deciden no publicarlo.
Si la distancia se interpone entre quienes quiero y yo.
Si quien amo no puede estar conmigo.
Si la bacteria a pesar de todo se niega a ceder.
Son más bien pocas cosas en las que tengo control.
Por eso le echo la mano al invierno dejando entrar el frío.
Por eso camino mis calles para leer todo lo que me hace sentir que vivir ha valido/vale la pena.
Por eso quiero y amo, como una decisión personalísima en la que la conducta de los demás o la situaciones no interfieren.
Por eso he vuelto a pensar en Zenon de Citio.

IV

Cosas que me han alegrado la semana (antes del fin del mundo):
1. Mirar por mi ventana durante las madrugadas
2. Salir a caminar con Marco el lunes.
3. Reír con Momo y Adair.
4. Embriagarme con Katya en un martes.
5. Un niño describiéndole a su mamá cómo es la niña que le gusta.
6. Varios perros que he visto en la calle.
7. Algunas canciones.
8. La bicicleta que me tocó hoy de camino a la oficina.
9. El nuevo arreglo del departamento.
10. Ver a la prostituta de morado caminar alegre.
11. Comer tamales en la oficina.
12. Los adolescentes que se van de pinta a Chapultepec.
13. Escribir con la ventana abierta.
14. Una corona en la rama de un árbol.
15. Encontrarme a Diosdado cerca del parque México.
16. Ver los aviones pasar entre la Torre Mayor y el edificio de HSBC.
17. Bailar mientras desayuno fruta picada.
18. Deshacerme de un billete falso de cien pesos.

Y todo lo que he olvidado porque mi sonrisa se lo comió.

Decidir qué se atiende

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I

Aletargados, nos detuvimos en el parque México. A pesar del invierno, el sol era estival. Eché de menos las escuelas improvisadas de perros que suelen alargar sus lecciones a un lado de la fuente que alimenta el lago. Ayer los prados estaban vacíos.

Sentados bajo una de las casetas, recordé los movimientos de la mano. La palma abierta, a medio cerrar y las manos estrechándose con fuerza; la receptividad, el asentimiento y la reflexión. Las páginas de un libro que hablaban de Zenón de Citio.

Si todo está predeterminado, si no hay lugar para la acción (pues en un mundo ya escrito y consumido por el fuego al mismo tiempo todo lo posible ya es), la única libertad está en la aceptación. Porque ni el movimiento, ni la elección, ni la voluntad son posibles. Tan sólo la aceptación de los hechos.

II

Parado en la arena, con los pies sumergidos en el mar, pidió le sirvieran una copa de vino. Probó un poco, sin quitar la mirada del agua. Alzó la copa y derramó el vino, lentamente. El vino intentó, primero, permanecer unido a sí mismo. Después cedió y se mezcló con el mar. Eso, dicen, es lo mismo que pasa con nosotros y Dios, al que también llaman universo, naturaleza y razón. De ahí que todo esté escrito, de ahí que todo sea bueno.

III

Otra vez ha amanecido. Dicen que son los últimos días. ¿Pero cómo esto podría terminar así, tan de repente? Todo el tiempo estamos al borde del colapso. Y la única libertad, me parece, no está del todo dada. No radica en fluir o en contenerse. Ni en dirigir la voluntad, los pasos o las manos. Apenas, comienzo a creer, está en decidir que se atiende.

Río Pánuco esquina con Tíber

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Quizá Cristo haya sido el único amor que conoció mi abuela. Atrapada a medio camino entre mujer y santa, lo buscó bajo la vestidura litúrgica de los sacerdotes. Ahí donde ellos también estaban en un punto muerto entre los hombres y la eucaristía.

Hoy he pensado en esto de camino a casa.

Bajando sobre Tíber, casi al llegar a la tienda que está en esquina con Río Pánuco, escuché un portazo. La prostituta que al final de nuestras noches de farra habíamos visto esperar debajo de una farola, se alejaba de un auto estacionado en doble fila.

Su pelo cano se escurría por debajo del sombrero de fieltro morado que siempre usa a juego con su abrigo y tacones.

¿Cuántos años tendrá? ¿Quizá más de 60? Sin embargo, no fue su edad lo que me remitió a mi abuela y su ambigua relación con los sacerdotes a los que dejaba estacionar su auto en nuestra cochera.

Fue el color de su ropa. Me remitió a la estola que utilizaban durante los tiempos de cuaresma. El mismo que alguna vez me explicaron simbolizaba la espera, pero también el dolor, la discreción y la penitencia.