Estudios Universitarios

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Uno tiene confianza en el futuro. Pero no en el pasado.

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Elecciones, a eso se limita la vida. Decía Sócrates que siempre elegíamos el bien; incluso a pesar de nosotros mismos. Que no eligiéramos lo mejor, eso ya era otro rollo… Y sé que me quejo mucho de mis elecciones pasadas, pero creo que no erré del todo en abrazar las humanidades al abandonar las ciencias duras. La veterinaria, para ser más exacto. Aún y cuando la psicología no haya sido la mejor disciplina que pude haber elegido, no me quejo; gracias a esa elección –fortuita y venturosa– conocí a gente que ha influído, e influye, mucho en vida. También, gracias a ella, comencé a estudiar filosofía. Poca y a medias, de manera muy autodidacta y para salir del paso… pero, vaya, qué agradable es ese ejercicio de pensamiento, incluso para una mente tan pedestre como la mía. Tampoco me quejo de haber realizado la maestría en Letras. También ahí conocí a gente que quiero mucho y que ha hecho mucho por mí; y también a mucha gente que odio profundamente (el balance indica que es más de la segunda clase que de la primera, pero bueno…). Y todo esto viene al caso porque he utilizado éste, mi pobrecito blog, como primeros pininos de lo que será mi tesis de grado.

Estas ilustraciones que ven, que poco a poco se van modificando (mejorando, quisiera creer) son parte fundamental de ella. Les adelanto que estoy planeando (y buscando la forma) de unir tres componentes: la narrativa clásica –la de librito, pues–, la internet y la narrativa visual o secuencial –como el comic–. Es decir, en términos tan negativos como mi actitud ante la vida: Crear una narrativa que no sea literatura tradicional, ni novela gráfica, ni un mero blog, sino otra cosa… Todo esto a raíz de ser un escritor fracasado. O al menos, fracasado en el sentido políticamente correcto del término. A pesar de tener dos libros publicados (uno en ciernes :3 ), no figuro de ninguna forma en los medios literarios, ni en la candidatura de becas, ni nada. Y en gran parte, debido a que no quiero ni lo primero, ni lo segundo y sí mucho de lo tercero. Vamos, que toda mi vida he sido un bajo perfil y planeo seguir así. Sin embargo, ahora que mi vida es escribir –y escribir en internet, principalmente– me he dado cuenta, como muchos, de que aquí hay una oportunidad de escribir sin ser realmente un escritor; una libertad inagotable, pues. Sin compromisos, sin poses forzadas, sin nada… sólo eso, escribir. Pero escribir aquí –como todo en la vida– tiene sus condiciones. Y de eso tratará la tesis.

De ahí que me haya metido a tomar cursos de diseño gráfico, ande estudiando –disque– código html y CSS, leyendo cositas por aquí y por allá del arte sencuencial, aparte de textos sobre la escritura 2.0, es decir, en internet. Será un largo año… pero pronto comenzará a andar este proyecto.

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¿Sobre la historia? No hay mucho qué decir por el momento. Es sobre mi vida como agente de Call Center, la vida lejos de casa –o ese lugar que antes recibía ese nombre–, los descorazonamientos, las resignaciones, el envejecer (sin madurar) y el madurar a golpes. Vamos, sobre todo lo que ha sido mi vida en estos últimos veces. Los personajes que hasta ahora han visto son estos dos: Allen, mi alterego (quien dicen, se parece a mí, sólo que un tanto más espigado y menos patético) y Gabs, la mujercilla amargada que lo acompaña y que está inspirada en cierta mujercita que, al igual que yo, llegó más perdida que econtrada y buscándose en medio del caos de la ciudad el año pasado. Obviamente, la historia no es mi biografía no autorizada. Más bien, es mi biografía imaginaria: la relatoría de todo lo (malo) que me hubiera gustado que hubiera ocurrido a lo largo de este año. Por ahí irán apareciendo por acá los siguientes personajes, lentamente, en lo que le agarro la onda a esto del dibujo. Mientras tanto, ésta será una de las tiras que conformarán la historia. Creo que es lo más definitivo hasta el momento… aunque siempre podré tomar la vía rubia y hacer una tesis sobre Corín Tellado. Plan B, que le llaman.

 

 

 

Pláticas en el Metro

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Uno siempre es menos progre de lo que se piensa. Especialmente cuando se viaja en Metro.

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Con el paso de las semanas que se convierten en meses –y los meses, en un año– he caído en cuenta de que en la provincia se habla más fuerte. Cuando alguien de fueras aborda conmigo el Metro, noto inmediatamente que sus decibeles están por encima del resto; lo distingo con mis oídos, claro, pero también con la mirada: los demás pasajeros se nos quedan viendo. Para colmo, las pláticas que suelo mantener pecan de ser un pelín insuales. Que si a fulano de tal dan ganas de hacerle un fisting; que si las nalgas de sutanita aguantan ponerles un vaso encima; que si ojalá pudiera dinamitar el metro y luego verlos morir a todos… ya saben, lo convencional que les vengo manejando por acá. Sin embargo, nada supera aquella vez que, entrados en confianza, una amiga comenzó a relatar las minucias de su ciclo menstrual. Lo sé, una falta total de gusto; de ella por confiármelo, de mí por escucharlo sin desviar el tema. Sin embargo, me pareció sorprendente todo ese rollo de los cóagulos, los trocitos de carne y pellejitos que… ok, entiendo la indirecta. Pero sí, hay conversaciones que uno no debería tener en el Metro.

 

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Pasando a otros asuntos. El sábado fue la Marcha del Orgullo de la Ciudad de México. Cuánta loca junta, caray. Y lo peor: cuánta de buen ver. Como podrán anticiparse, no ligué nada; vamos, que soy de esos que van al mar y ni un resfriado pescan. Sin embargo, me la pasé bien. Bailé en en pleno Reforma, frente al Ángel de la Independencia; le vimos las nalgas a algunas chavas y el paquete a algunos barbones. Confirmé que tengo la irrefrenable tendencia de fijarme en las «ligas mayores» cuando apenas y si llego al aguador de las ligas infantiles de provincia para niños discapacitados que viven en estado de coma vegetativo. Así de Fail soy. Sin embargo, insisto, me la pasé bien. Podría desmenuzar segundo a segundo lo que pasó ese día, pero no le veo gracia al asunto. Vamos, que relatar las bromas de mal gusto que a Katya y a mí se nos ocurrieron cuando pasó el contingente de vaqueros provenientes de Chihuahua no tuvo ni tantita madre. Pero cómo reímos. Lo dicho: eso del civismo es pura pose entre nosotros. (¡También se armó el slam! Pero las locas nos rechazaron y la policía se nos acercó sospechosamente. Freaks just wanna have fun).

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Hoy amanecí enfermo y con fiebre. Ha estado en mí como un mal intermitente durante todo el día. Sin embargo, pude sacar la chamba de manera decente y dibujar un rato (la imagen que encabeza este post es prueba de ello). Sigo pensándole al asunto ése de la tesis, al que en realidad no hay mucho qué pensar. Sin embargo, ya saben, soy de los que cocinan lento. Lentísimo. Y terminan ordenando una pizza para comer. Por lo mientras sigo dibujando ¿Recomendaciones? ¿Críticas? ¿Algo? Creo que poco a poco le voy agarrando más la onda a esto del dibujo que, espero, será fundamental para la tesis. ¿Lo lograré? Quién sabe… por lo pronto (y no viene al caso) he decidido cerrar mis perfiles de servicios de citas y esas cosas. No tengo tiempo –ni disposición– para conocer gente nueva que terminará armándome dramas por no poder dedicarle el tiempo suficiente para escuchar sus pláticas que poco me interesan. Así que, mejor, a seguir la vía de mi asocialidad e ir cultivando el Jardín de Epicuro para que ahí me entierren cuando muera viejo, solo y rodeado de gatos. Forever Alone Forever. Sí, ese soy yo.

Carita-feliz-amarilla

 

 

Forever Alone

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Ustedes disculparán, ando malito de mi sentido del humor. Sigo trabajando en estas imágenes que, se supone, serán mi tesis de maestría. ¿En qué? En Letras, claro. Letras Rubias. Aunque no sé si incluso en una maestría tan laxa como la que cursé me dejen presentar un proyecto así de descabellado. Cuestión –quiero suponer– de utilizar una retórica que sonrojaría al mismísimo Protágoras; defender lo indefendible, pues. Pero, bueno, la lucha se hace. Hasta ahora, sépanse que es más difícil dibujar que escribir algo «cómico», especialmente cuando a mí eso de la comedia no se me da. Como que tengo mucha tragedia para dar, pues. Pero como que tampoco me sale chido en esto de hacer dibujitos y… meh.

Lo cierto es que, sí, soy un bodrio para eso de «divertirse». Vamos, lo acepto y lo suscribo. Más cuando el factor fun fun fun radica en entablar relaciones aleatorias con los desconocidos. De ésas en las que uno tiene que sonreír, parecer gracioso o, incluso, agradable. Y supongo que bajo otros términos y otras condiciones puedo hacerlo… pero… las fiestas… hum… los bares… ay… no, mejor ni lo pienso que me entra la temblorina. Y es curioso, hay noches en que me entra la locura y quiero salir de farra, ponerme bien wasted, y comulgar con mi generación en una orgía de beats alocados y tragos con sombrilla. Pero –y perdóname por esto, Baco– apenas piso el umbral de un congal y me convierto en un mamón temoroso que se arrincona lentamente y termina jugando sodoku en el iPhone. Sí, #Fail.

Invariablemente es lo mismo. Yo entrando a un bar = yo arrinconado en una esquina, jugando a la muñeca fea que espera su recogedor. Ja. Y lo más patético del asunto es que, tarde o temprano, algún tipejo me alegra la pupila. Comienzo a observarlo con la minucia de quien mira un bicho en el microscopio. Y lo veo, lo veo, lo veo… hasta que alguien lo liga. Porque, pobre de él –o más de mí– si se atreve a mirarme. Igual que la esposa de Lot, me convierto en piedra para que venga un pinche cuaco y comience a lamerme. Sí, más que Fail: Lame.  And over and over, pues. Yo creo que todo proviene de aquella mítica primera vez que pisé un antro. Era joven e ingenuo. Bueno, estúpido. Pero no importa. Entré al congal y yo sorprendido de ver tanto puto junto. Claro, todos eran como peluqueras de rayitos dorados y pantalones blancos ajustados a lo que –supongo– era su trasero. La pura emoción adolescente, pues…

Y entonces me gustó un tipo. Y, cual buen novato, le pregunté a uno de los viejos lobos de mar que qué chingaos hacía para llevármelo a la cama. Y la respuesta fue: «ve y dile que le invitas una chela». Y ahí va el pendejo del Cobayo, segurísimo de sí mismo, pecho salido, frente en alto, cara de ga-lán. Y así, con mi voz más profunda y el ojito dispuesto a cerrarse en un coqueto guiño, le invité una chela. ¿Qué pasó? Pues nada, el mamut se hizo mierda. Me mandó a tomar por culo. A él le iban los travestis o los chicos muy –pero muy– afeminados. Y acá, pues ni lo uno, ni lo otro. Una lesbiana con pito, pues. Y así se generó este bonito trauma que revive cada que entro a un antro.

Qué odiosos lugares… pero, ey, vida sólo hay una ¿Quién me invita a uno? Prometo no vomitar en sus zapatos.

 

 

 

Sábados de laxitud

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Hay una anécdota detrás de esta imagen. Pero no la contaré, como es mi costumbre. (O sí lo haré… no sé. Con el paso del tiempo he olvidado cuáles son –y cuáles no– mis costumbres). Pero eso no importa. Hay un bar en la Zona Rosa que no me termina de desagradar. Al contrario, creo que me agrada. La cerveza no es tan cara. Y hay mezcal; te lo sirven en caballito tequilero y acompañado por una charolita de peltre con gajos de naranja rociados con chile piquín. El servicio es malo; tan malo que uno se puede ir sin dejar propina. Y eso me gusta. A veces ponen a Depeche Mode, a veces a Portishead. Y siempre hay mucho de esos ritmos que enloquecen a los loquitas y las tuerce de más. (Siempre se puede más). La concurrencia es variada, pero por lo general aterrizan hipsters y modernas. Por todos es consabida mi debilidad por las chicas hipsters; así que es un buen observatorio de faldas y piernas con calentadores. Ah, claro, y lentes de pasta –sí, como los míos… meh–. Está en la calle de Amberes, casi alcanzando Reforma. Se hace llamar la Botica, pero no tiene ningún letrero o rótulo que te haga saber que has llegado. Dicen que es franquicia; dicen que no me importa. Y el mezcal y sus bebidas coquetas no son malos –y la cerveza, por lo general, es fría–. Creo que es el único bar que no me desagrada. O el único que, tomándome ciertas licencias, me gusta. Y bueno, sé que nada tiene que ver el texto con la imagen. ¿Pero no se han dado cuenta? En mi vida nada tiene que ver con nada. Es como un mal collage. Podría escribir algún textos de esos azotados que tanto les gustan. Pero no, hoy no. Y no es que esté feliz –creo que todo lo contrario–. Pero, vamos, es sábado, démonos la licencia de ser ligeros. Ligeros y laxos, aún con la acostumbrada tristeza.

Actualización: BTW ¿Qué imagen tiene más caché (si es que alguna llegara a tenerlo), la blanco y negro o la a color? Ande, no sean maloras y díganme.

Irreconocible

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A un año. Casi. Y de alguna manera, me cuesta reconocer que no soy el mismo. Miro alrededor; observo lo callada que es mi oficina. (Sí, me he armado una oficina donde antes era el estudio de relojería de mi abuelo). Hago un recuento de rutas y pasajes; de destinos y estaciones. Mis favoritas, aún por mucho: Etiopía, Xola, Auditorio, Insurgentes. Mis lugares, porque me los he ganado a pulso: Plaza Río de Janeiro, mi banca en Reforma, el pasto detrás de la biblioteca de Alameda Norte (a pesar de todo), Plaza de la Rana Cantora con un cigarro en la mano, la Botica, la tienda de empanadas coreanas, la fonda Coyoacán, la fuente de la Conchita, el vortex, la estatua del Sereno. Mis recuerdos, mis amigos –los viejos y los nuevos–: Un taxi, estacionado en El Borrego Viudo, con mi Rubia y un perfecto desconocido; Gabrielle, perdiendo la fortaleza, comparándonos con plantas y macetas, soñando un sueño; Léster, a mi lado, en el octavo círculo del infierno; Adair, Roberto y David, en silencio y con los ojos llorosos, con el ceño fruncido, con las esperanzas hechas trizas; Steven, el gringo que más quiero, con Óscar, resguardándonos de la lluvia; Luis, Jorge, Ezhaym (y por qué no, David, Axel y otros proyectos fallidos; y otras camas, otros tiempos, otros ámbitos… mira que ya los secuestró el olvido); Alfredo, sentado conmigo, aterrado por una paloma; Aldo, abrazándome en Coyoacán; Miriam, bebiendo café conmigo en el «comedor» de Visión Digital, planeando un comlot; Adriana, observando a los granaderos, tomando fotos, sonriendo… Mi cama, donde murió mi abuela; donde murió mi abuelo; donde murió mi tío; donde ahora yo duermo. Y mi trabajos: Ceneval, Western Union, Telvista, Aldeano, Fernández Editores, Edisso, Punto de Fuga, Visión Digital, Vivir México, Rizoma. Y mi sueño: escribir. Escribir todo el día, a todas horas. Vivir de escribir. Sí, soy irreconocible. (ése que se bajó en Xotepingo, no en Nezahualpilli). Hoy terminé de escribir una novela que –espero– en cuestión de meses será publicada. Mi primer novela; la primera por la que, en algún momento, recibiré regalías. Si todo sale bien, ingresaré a ese panteón personal: la segunda generación de «escritores de casa» de Fernández Editores… Qué irreconocible…

 

Tablas de perdición

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Tengo la sospecha de que mis padres siempre se han sentido miserables. Todo el tiempo, toda su vida. Los miro ahora –recientes sexagenarios– deprimidos y desencantados. Cansados, pero no de tanto vivir, sino de vivir siempre lo mismo. Los escucho y sus palabras sólo son comparables a la negrura de los trines de ave de mal agüero. Los veo envejecidos de tristeza, arrugados de llevar toda la vida arrastrando una carga enorme, pesadísima; una carga que, a ciencia cierta, no sé cuál es. Porque también, recapitulo, y me doy cuenta de que sólo conozco los hechos de su vida (y sólo algunos, no todos). Cámaras herméticas que parecen abrazar un pasado miserable que los hunde, como anclas. Un pasado que desconozco y ante el cual no sé cómo reaccionar, ni qué hacer, ni cómo aliviar. A final de cuentas, sigo siendo hijo y la estructura aún pesa; la verticalidad familiar. Y quisiera que gritaran, que patalearan y lloraran hasta secarse; todo menos ese estoicismo terrible de roble, de madera pesada que toma como deber su natural resistencia. Así los veo, tablas frustradas que se niegan a flotar. Tablas necias que se esfuerzan en seguir igual… Y más allá de quejarme, no sé qué hacer.