En plaza Bugambilias, cerca de una de las universidades donde trabajo, existe un pequeño café llamado el Quijote. Su decoración, como el nombre lo indica, está plagada de estatuillas, efiges y horrorosas siluetas en bronce que responden a la figura del caballero de la Mancha. El café es bueno y la música agradable. Para mí, es un café utilitario. Un espacio donde perder una hora de vez en cuando leyendo o calificando.
La última vez que acudí a tomar un café olvidé llevar un libro o exámenes pendientes, por lo que para perder el tiempo de forma más amena, inicié una trivial conversación con la dueña del establecimiento. Su principal consternación, al verme fumar, fue que la oleada de prohibiciones contra el tabaco repercutiera en sus ganancias al llegar a Puebla. Ella aducía que el noventa por ciento de su clientela fumaba (¡Dios mío, todos manejamos estadísticas!). Incluso pensaba en sacar algunas mesas para que, por lo menos, algunos de sus clientes fumaran.
La anécdota pasaría pro trivial si no hubiera ocurrido lo que sucedió esta mañana. Regresaba de dejar currículums en universidades de la zona de Analco, cuando, esperando el camión, me decidí a sentarme a fumar. Un hombre con capacidades mentales diferentes y un gafete que lo acreditabe como miembro de alguna secta-centro-de-rehabilitación-botadero, se acercó a mi, puso una mano en mi hombro y comenzó una perorata de lo mal que me hacía fumar y del daño que le hacía a mis seres queridos. Cínicamente, y para verguenza de las buenas conciencias, por toda respuesta le aventé el humo en la cara y viré la mirada para otro lado.
Las campañas en contra del cigarro -en todos los niveles- han tomado un rumbo distinto al de hace algunos años. Antes, la campaña iba en contra del cigarro. El cigarro es malo, hay que dejarlo; proclamaban los molestos antitabacos. Pero ahora, el blanco de las campañas es el fumador. El fumador es malo, irresponsable e inconsiente. Daña a sus seres queridos y a sí mismo. Argumentos razonables, pero muy debatibles. En vez de acabar con el tabaco, se pretende acabar con el fumador.
Yo pienso (aunque no lo parezca) que si tanto nos importan los pulmones de los niños, las mujeres embarazadas y los adultos en plenitud, deberíamos prohibir los automóviles. Como bien lo proponía Frank, el coordinador de la maestría, si uno se encierra en un cuarto lleno de fumadores, se sale vivo; si uno se encierra en un cuarto con un automovil en marcha, la muerte es segura. Cómo pretenden comparar la emisión de contaminantes que emana un cigarro contra la que desprenden miles de automovilistas en la ciudad todos los días.
Déjenos fumar, que cada quien elige la forma de morir. Si bien, a alguien le molesta el humo de tabaco, pues que se quede en la cómoda y segura área para no fumadores. Estoy de acuerdo que no se fume en elevadores, oficinas y salones de clase, pues es imposible, por las dimensiones, hacer tal división. Pero en bares, antros y restaurantes hay el suficiente espacio para hacerlo. En Argentina, por ejemplo, si el local no excede determinadas proporciones, no se puede fumar. Pero si el lugar las cumple, se abre una zona para fumadores y otra para pulmones temerosos. ¿No es acaso una solución más cordial, menos impositiva, que permite la diversidad de gustos y la muy sonada tolerancia?
Yo seguiré fumando, porque lo disfruto. Y si alguien le molesta, favor de no comer, salir o andar conmigo.