I
Marco tenía clara –al menos en papel– la distinción entre «sucederle a la vida» y que «la vida nos suceda». Suceder es un verbo curioso; cuando se utiliza como sinónimo de acontecer, de ocurrir, sólo puede usarse en tercera persona. El que la vida nos suceda es claro: todo aquello que no somos nosotros, nos ocurre; se hace presente en nosotros, como algo que cae del cielo, como algo que está más allá de nuestra voluntad y control. Sin embargo, no pasa lo mismo con sucederle a la vida. Hablar de sucederle es hablar de nosotros en tercera persona; es despersonalizarnos, vernos desde fuera. Y no sólo eso, es ausentarnos de la voluntad. Le sucedemos a la vida, le ocurrimos a los demás, como en un accidente.
Nuestra voluntad, en sí, tiene una parcela muy pequeña sobre la cual actuar. Apenas unos metros cuadrados del basto mundo. Por más que nos agobien, nuestras decisiones son pequeñas y nuestros alcances limitados. Nos gusta pensarnos como arquitectos de nuestro propio destino, pero olvidamos que la ejecución del proyecto la realiza un ingeniero y una cuadrilla de obreros; que el proyecto no lo paga el arquitecto; y que la decoración y los acabados los termina decidiendo un nuevo rico. Ahí termina nuestra Torre Mayor, en un alfombrado de uso industrial, persianas de plástico y un laberinto interminable de cubículos tan impersonales como habitados de mal gusto. Nuestra voluntad, insisto, es tan pequeña que puede parecernos una ilusión, especialmente cuando la vemos actuar en y sobre el mundo.
Sin embargo, y a pesar de todo, le sucedemos al mundo infinitas veces. Una pequeña decisión –como cambiar la estación del radio mientras manejamos, tomar un atajo o mirar al retrovisor en el momento equivocado– puede provocar un accidente. Entonces, le sucedemos a los demás, al mundo, a todo lo que no somos nosotros. Una carambola, cristales en el piso, el silencio, los segundos incomprensibles después de un choque, la sirena de las ambulancias. Le sucedimos al mundo de formas que nuestro entendimiento no pudo prever, de formas que nuestra voluntad no pudo controlar. La parcela de nuestras decisiones es pequeña, pero la de sus efectos parece extenderse por el mundo entero.
Si una mariposa aletea en el corazón de Tokio…
II
A lo largo de los años he perseguido, quizá sin saberlo, una vida apacible. Tal vez una imagen que se antoja bucólica, un suceder de los días como fichas de dominó, con pequeños cambios y tragedias, las suficientes para darle un aura de posibilidad, pero no tantas para que prender en llamas ese horizonte soñado. Sin embargo, conforme más busco alcanzar ese estado de mansedumbre, más se aleja de mi paz. La muerte, las separaciones, la soledad, las malfunciones orgánicas, las tragedias ajenas que se vuelven propias, todas ellas me alejan de Ítica. Apenas vislumbro el puerto desde el nido de pájaro en la cima del mástil, la ánfora que guarda a todos los vientos se destapa y me lleva más lejos de donde empecé.
La paz, la calma y el sosiego apenas son hastío. Las pérdidas, las derrotas, se amontonan; la voluntad flaquea ante la inutilidad de los esfuerzos. Y, como siempre, la noche de los tiempos llega y todo se va al carajo. Tantos días diciéndome «un día a la vez»; tantos otros corrigiendo: «una hora a la vez»; y muchos más precisando «un segundo a la vez». Así se me ha ido la vida en el último año. Y, como San Agustín, me doy cuenta de que hacia arriba y hacia abajo de nosotros está el infinito, porque las horas se pueden apilar en torres interminable y no hay cuchillo capaz de dividir hasta sus últimas consecuencias al tiempo. ¿Qué queda entonces? No mucho, quizá sólo resignarse. O mejor aún, cultivar la indiferencia con la paciencia y dedicación que se hace crecer un bonsaí.
La indiferencia es mi bonsaí.
III
En el siglo IV antes de Cristo, Zenon de Citio proponía a sus alumnos que el destino estaba trazado; que la voluntad era una ilusión; que todos los seres estábamos mezclados con el todo; y que, al ser así, no podía existir el mal, y por ende, el destino siempre sería benévolo, aunque no por ello de nuestro agrado. Al ser partícipes del todo, al todo estar escrito, todo lo que había sucedido, lo que sucede y sucederá, está, estuvo y estará ocurriendo siempre. Porque la perfección es finita, porque así son las cosas. Entonces, ¿cómo alcanzar la felicidad? Aceptando. Si todo estaba escrito, no tiene sentido intentar tomar el timón de la voluntad: el barco se mueve por el camino trazado. La única forma de evitar el sufrimiento –dicho sea de paso, la verdadera felicidad de Epicuro– era entender la cosas de esta forma e interpretar las tragedias como esto que sucede –que nos sucede– y que pasarán…
La vida nos sucede.