Minientrada

¿Recuerdan cuando el éxito era opcional y no una obligación?
¿Cuando ser iconoclasta no era una descripción de puesto laboral?
¿O cuando los razonamientos valían más que las ideas?
Sí, yo tampoco.

Esa costumbre terca de amanecer vivo

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I

Mi vida parece muy aferrada a esa terca costumbre de ponerse ruda. Lo sé, qué frase tan accidentada –y también, tan poco afortunada–. Pero así como se lee (torpe y accidentada) han transcurrido las últimas semanas. Mi ánimo, de manecilla indicadora, ha pasado ser péndulo: un vaivén insoportable ha dominado el paso de los días. Ese vértigo de montaña rusa me despierta por las mañanas; ese ver cómo el mundo, la pista y, sobre todo, la caída se abre frente a ti inevitablemente; ese estar suspendido en un minuto que se estira de manera caprichosa hasta como liga tronarse. Un tronido fenomenal; atroz; de tirón de resortera que nubla el recuerdo de los segundos que siguen, borrándolos como si nunca hubiera existido: como si uno nunca debiera haber existido.

Al momento me he repetido: «es una depresión estacional». Una y otra vez: «es una depresión estacional». Como salmo, como mantra: «es una PUTA depresión estacional». (Sólo eso y nada más). Igual que en el poema de El Cuervo, evado lo sobrenatural buscando alguna razón –cualquier razón–. Juraría escucharme: «Es sólo el viento. Sólo eso y nada más». Pues prefiero reconocer a mi cerebro falto de químicos antes que pensarlo irremediablemente sujeto al azar. O peor: reconocer que realmente mi vida –el mundo, el universo, los demás– está vuelto patas pa’ arriba y es mejor que digan aquí murió que aquí lo intentó. (A final de cuentas, uno lo intenta, fracasa; y vuelve a intentarlo, aunque sólo sea para fracasar de nuevo…).

Entonces me repito ese mantra al que no le encuentro sentido. (Y que quizá repito por precisamente eso: por no tener sentido): «Lo que no tengo; lo que me falta. Lo que nunca tendré; lo que nunca me hará falta». Ignoro qué signifique o de dónde haya salido. Pero prefiero repetirlo como si supiera entenderlo. Decirlo una y otra vez hasta que las cosas mejoren. A final de cuentas, si no encuentro sentido a este malestar (a esta casa desordenada dentro de mi cabeza), no veo por qué no aferrarme a algo igual de irracional. Sólo porque sí, sólo para seguir adelante, sólo para volverlo a intentar (aunque eso signifique el fracaso).

En unos minutos saldrá mi camión a Puebla. Quiero hacerme de los textos de Epicuro de Samos por cualquier medio. Leerlos. Intentar, de nuevo, volver al Jardín. Separarme un poco de todo, confiar en mi «planta buena onda», pulir mi nuevo comedor de tercera mano y observar los atardeceres que todos los días me regala Reforma. Sólo quiero un poco de ese Jardín perdido; de ese Edén previo al génesis; de esa patria de donde uno ha sido expulsado. ¿A final de cuentas no se trata de eso la vida? Volver a la nada, a pesar de que la nada, por sí misma, implica toda cancelación de retorno. Uno no puede Ser y no ser ¿Verdad Parménides? ¿Verdad Haráclito? ¿Verdad Marlboro? Yo lo sé.

Coincidencias

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Amberes

Desde hace un mes, nuestro «bar local» corre bajo nueva administración. Entre las mejoras –además de agua corriente en los baños y «meseros sin actitud»– se cuenta a un DJ. Uno ecléctico, a quien poco le sonroja pasar de The Beatles a Gloria Trevi; o de The Cure a Ella Fitzgerald. Y he ahí la primera coincidencia: al empujar, de par en par, sus puertas al estilo «viejo oeste», nuestros pasos coincidieron con los primeros acordes de Boys don’t cry. A la emoción y cabeceo discreto –propio de quien se tropieza con la felicidad, como lo hiciera con un taburete inesperado– le siguió una tristeza debilucha, casi apenas nostalgia, como un paño húmedo para bajar la fiebre. La suficiente, apenas, para torcer la boca y mirar el suelo. Para recordar –recordarte– que, pues… los chicos no lloran.

Londres

¡Cuánto puede envalentonarme un rechazo! Ahí me tienen, efigie de lotería, parado a la mitad de la pista. «El Valiente»; botella en mano. Ocultando un ligero temblor de rodillas. (Una de las locas se parecía tanto a ti). Y de la nada, como un pozo en el desierto, aparecen dos rostros conocidos; una pequeña fortaleza. Javier y Sergio habían caído –azares– al mismo lugar que nosotros. Su presencia me acercó un poco más a casa; me alejó de las metáforas de rosas y zorros. Un encuentro feliz.

Tigris

Amanecer destrozado se ha convertido en una costumbre. Revisar Twitter desde la cama –aún con un poco de buen ánimo (sólo un poco)– es parte del rito. Entre las actualizaciones, encontré una de Roberto. Compartió un vínculo: La Nasa ha anunciado que un asteroide del tamaño de un portaaviones pasará muy cerca de la tierra. De alguna manera, al leerlo, supe lo que sentía la tierra: siento lo que debe sentir la tierra. Un campo gravitacional, la inminencia de un desastre. La renuncia de Pepe a Hipertextual y de Becky a la coordinación de Extracine han sido focos rojos para disparar –horas antes– mi conocida angustia de domingo. Aunado a ello queda ese regusto en la boca del espíritu; ese saborcillo acre a rechazo, a ego lastimado y amor dolido. Mi vida profesional puede no ser la mejor –y puedo tolerarlo–, pero que mi vida personal también sea un desastre… eso me pone… raro.

Ojalá pensaras en mí, no sólo cuando estoy conectado (especialmente, cuando no lo estoy).

Uno lo intenta, fracasa y vuelve a intentarlo…

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I

Uno lo intenta, fracasa; y vuelve a intentarlo… Aunque sólo sea para fracasar de nuevo (y, a su vez, volver a intentarlo). La vida me parece un enorme despeñadero. Un fatigoso descenso donde importa más saber resbalar que mantener el equilibrio. (Deslízate, Chinasky). Un caer sostenido; elegante. En aras del gran fracaso; del fracaso perfecto. De ese fracaso que, de tan completo, cancela toda posibilidad de intento: cuando es imposible fracasar, es imposible intentarlo de nuevo.

II

Un día gris. (Uno lo intenta, fracasa; y vuelve…). A hurtadillas he comenzado a fumar dentro del departamento. Me prometí no hacerlo, pero… Por la noche ha ido a Insurgentes, para encontrarme con Adriana. Hacía frío. Tomamos café sentados frente al Ángel de la Independencia. A ella no le gusta que oscurezca tan temprano («oscurezca», qué fea palabra), para mí es indiferente. Hilda nos alcanzó –también café en mano–, y después Armando. Cuando hace tanto frío el viernes se vuelve huraño. (Hay días con raíces tropicales). Reforma estaba quieta. O quizá era aún muy temprano (con eso de que ahora oscurece antes…). Había colillas en el piso. No eran nuestras. Pero fumamos mucho; tal vez demasiado. Me acordé de Ana. Del Encuadre. También de Teresa. A veces uno recuerda de adelanta hacia atrás, como si recogiera sus pasos; como si no quisiera regresar una vez que ha llegado. Acto seguido: el bar de Amberes. Brindar con mezcales, fingir que uno baila salsa. No. Que uno es experto en salsa. (Mover cansinamente los pies y los músculos, sólo para decirle a los demás: «soy muy bueno bailando salsa, pero hoy estoy cansado»). De ahí a casa. A dormir. O al menos intentarlo. Atragantarse de recuerdos, o de reproches. Las noches de los días grises son difíciles.

III

Los caños del departamento están tapados. El agua tarda minutos en irse. A veces me les quedo largo rato mirándolos; viendo cómo el agua se amontona, cómo los residuos de jabón se quedan en el lavabo. Me pregunto si a mis días no les estará pasando mismo. ¿En dónde estaré dejando los residuos de mí?