El conocido que evito saludar en la calle

Estándar

I
Hace tanto que no escribo de mí.
Desde hace un par de años, he estado huyéndome. Me evito en la calle, pasándome a la acera de enfrente, mirando hacia otro lado, bajando la vista al celular. Como los matrimonios viejos y cansados, ceno conmigo mismo en silencio.
Sentados uno al lado del otro en el camión, miro por la ventana, deseando secretamente viajar solo.
Como suele pasar con los conocidos que se volvieron detestables, con los matrimonios viejos y cansados, o con las compañías que a fuerza del tiempo pesan, hay un disgusto entre ambos que ninguna de las partes recuerda.
Sólo permanece ese sinsabor penetrante, como el olor de los cerillos que se hace más intenso cuando se ha apagado.
Y como también suele pasar, llega el día en que ese desconocido deja de cruzársenos en el camino, que uno de los esposos muere, que la compañía se va…

II
Es difícil hablar del dolor.
Se le puede provocar a los otros, pero no se puede compartir.
En lo que va del año, he descubierto que se trata de la experiencia más radical de la soledad.
Como un hechizo, quien es embrujado es incapaz de pronunciarlo.
El mundo exterior desaparece, se aleja como al final de un túnel hasta que se convierte en un punto blanco, minúsculo, que apaga la conciencia. 
No existen palabras, sólo el lamento y el grito.
El dolor únicamente se puede expresar en el lenguaje de las bestias, como la risa y el orgasmo.
Y, admito, tiene algo de sorprendente: como una luz que nunca se apaga, permanece. Titila, como una estrella. No han sido pocas las veces que, al cerrar los ojos debajo de las sábanas, me parece ver brillar mi cuerpo. Luz mana de los costados del pulgar, de su base, del reverso de los dedos de la mano derecha; de ambas muñecas, como un brazalete; de los codos y una curva que baja desde la vena de mi derecha hasta la cara interior del brazo; de los muslos, de las rodillas, de la cara interna de los talones y los empeines de los pies; del cuello, como si una línea de luz dibujara mi contorno; del omóplato izquierdo; de las yemas de los dedos de la mano izquierda.
Esa luz, como la lámpara de noche que mi abuela conectaba a un lado de mi cama, me arrulla para conciliar el sueño.
Como un ser vivo, el dolor se mueve. A ratos, durante el día, se va. Entrada la tarde, regresa. Para la noche, ya está sujeto, como si a base de presionar quisiera fundirse con mi cuerpo.
A veces me pregunto de dónde me ha venido tanto dolor; si como un castigo, yo me lo busqué, o si como una maldición, él me encontró.
También, a veces, me pregunto, si volveré a sentirme como antes (o más bien, si volveré a no sentirme); si algún día se irá; o si, como las cicatrices de mis manos, me acompañará de aquí en adelante.
Sea como sea, todo esto ha tenido su lado brillante: estar solo ha dejado de ser una carga; he descubierto el placer de recostarse y sentir cómo se va aliviando, como si el reposo lograra de alguna forma saciarlo. No se va, pero se adormece; y yo con él.

III
De unos meses a la fecha, estoy fatigado.
También ha sido una sensación nueva, que ido conociendo como se conoce a las personas.
Como la tintura en las manos, es algo que no se va.
A ella no me he acostumbrado aún, pero reconozco que me enternece.
Me recuerda a mi abuela. Su caminar pausado como un pieza de Satie, el esfuerzo para levantarse del asiento, la paz que provoca la inmovilidad y la sorpresa constante de la conciencia abrumadora de cuánto cuesta ejecutar cada acción.
Este cansancio inexplicable me la recuerda, como si la tuviera de visita en casa.
Qué tan mal habla de mí si digo que hay algo en este dolor y este cansancio que me reconforta, que me aleja de la vida, que lo vuelve todo más desdeñable, que apaga las luces y hace caminar la maquinaria del silencio.
Qué tan mal habla de mí decir que si bien mi cuerpo la está pasando mal, he alcanzado una cierta paz interior que también es nueva y que, cuando la siento, no quiero que se vaya.

IV
Dicen los médicos que debo consultar a un internista, hacerme estudios y descartar arterioesclerosis, artritis y otras enfermedades. Debo consultarlo, dicen, para que evalúe si esto es síndrome de fatiga crónica. O como me gusta más el nombre: «la gripa de los yuppies».
Yo digo que he vivido demasiado y que sólo necesito descanso. O puesto de otra forma: necesito aprender a descansar.
Tal vez para encontrar ese descanso necesite caminar por otras calles y buscar a ese viejo conocido al que por tanto tiempo le retiré el saludo; levantar la mirada del plato al cenar y preguntarle cómo le fue hoy, cómo le ha ido en todos estos días en que dejamos de hablar; cambiar de asiento conmigo mismo y permitirle mirar por la ventana.
Quizá, insisto, sólo necesito aprender a descansar, dejar de una buena vez por todas esta rencilla que ninguno de los dos recordamos y cerrar los ojos, para ver cómo esas luces se van apagando hasta devolvernos la oscuridad del descanso.